Otros Personajes

Texto extraído del libro Gent Popular d’Horta. Mingo Borràs. Editado por HortAvui en 2003.

Nano

Se llamabaJoan Viñallonga, pero popularmente se le conocía por el apodo de Nano; incluso alguien le llamaba Sofio, mote heredado de su mujer, de nombre Sofia. Nano era otro peculiar personaje de Horta, relacionado también con el bar Quimet. Ejercía su, digamos, negocio de venta de toda clase de utensilios para el fumador: gasolina, piedras… para los mecheros de raspa; libritos de papel, tabaco y algunos mecheros nuevos.

Solía situarse de espalda a la fachada, entre el bar y la ferretería de can Travé, sentado en una silla plegable de lona y un cajón que hacía de mostrador o escaparate del género. Al mismo tiempo, adobaba mecheros averiados que la clientela le traía, con la maña que le permitía el defecto físico que sufría por carencia de la mayor parte de los dedos de las dos manos, segmentados por la inexperta manipulación de un explosivo bélico encontrado en un descampado, como muchos se encontraban en territorio español en tiempo de la posguerra. Nano estaba allí durante las horas de más tránsito masculino, porque a la postre era quien le proporcionaba más ventas. El resto del día empleaba los ratos adobando mecheros y charlando con la gente del Bar Quimet. Cuando acababa la jornada, recogía los enseres, la silla y el cajón, y los dejaba recogidos en can Travé hasta el día siguiente.

Nano o Sofio, acon su parada, era otra clásica estampa de Horta que el tiempo ha abolido, y parece que el progreso lo ha querido sustituir por aquellos vendedores ambulantes que, por más que luzcan sus quincallas, no podrán reemplazar nunca el familiar vendedor del barrio.

Solé, el vigilante

Otro conocido personaje afín al Bar Quimet era Josep Solé i Riba, antiguo camarero del cafetín instalado en la calle Fulton, cerca de la oficina del Repès y del local de la pescadería. Solé era de aquellos hombres que se acogen a todo, pero no se quedan con nada. Le decían el “carasucio” por su poca constancia en afeitarse. Eventualmente aceptó el trabajo de vigilante por la noche en el Bar Quimet, para la custodia del frigorífico de helados instalado fuera del local, a un lado de la entrada. El frigorífico era tan voluminoso y pesado, y además, sin ruedas, que era prácticamente imposible entrarlo y sacarlo cada día; era una tarea demasiado pelmazo por hacerla dos veces al día. Por otra lado, tampoco se disponía de brazos suficientes por hacerla.

Por el momento, la solución fue alquilar una persona que vigilara toda la noche el frigorífico para no mover el pesado bulto. Así es como Soler, a la hora convenida, se presentaba en el bar, se tomaba su bebida y, una vez puertas abajo, se instalaba afuera, sentado cerca del frigorífico y, a medida que se adelantaba la noche, se calaba la gorra de visera hasta las orejas y, envolviéndose con la manta, se tumbaba en una camilla plegable, dispuesto a pasar la noche.

Pero, considerando esta tarea demasiada sacrificada, pasado un tiempo se decidió enfundar y cerrar con cadenas el frigorífico y, así, asegurar su integridad durante la noche sin necesidad de ningún vigilante. Cuando se trataba de repostar género del frigorífico, en espera del camión de reparto, era él, Soler, quien, con un cajón de madera en cada mano, como si fueran maletas, iba a la fábrica a adquirir el género que faltaba. De todo hacía y con nada no se quedaba.

Miqueló

Un tipo singular asiduo del Bar Quimet era también un tal Miqueló, racholero de oficio, el cual, siempre un caliqueño entre labios y con humo de tos, acostumbraba a sentarse siempre a la misma mesa cerca de la segunda puerta del bar. Si acaso la encontraba ocupada, entonces su enojo era tan colérico que hacía falta la intervención de los camareros o del mismo propietario por resolver la situación. Es cierto que pasaba muchas más horas en el bar que en su casa, y esto, se supone, le daba un derecho de preferencia que creía que no se le podía negar.

Por otro lado era considerablemente obstinado y sus ideas, nadie se las podía hacer cambiar; tenía un carácter tan suyo que no seguía ningún consejo. Rehusaba cualquier advertencia contraria a su rutinario proceder, como lo demuestra el hecho que me explicaron.

Generalmente, cuando Miqueló salía del bar, camino de casa, lo hacía cruzando la plaza, bien tranquilo, con las manos plegadas detrás de la espalda, tirando bocanadas de humo del cigarro a medio consumir que le colgaba entre los labios, sin hacer mención del tránsito que circulaba, pese a que entonces no era tan intenso como ahora. Si en aquellos momentos alguien le advertía de su imprudencia, solía responder:
- Bien, hombre, bien. No hace falta que os metáis. Si en el caso alguno me atropella ya veréis, ya veréis ya, como se la cargará.
Y continuaba tan tranquilo como si el mundo fuera suyo.

Bartolo

Recordamos, ahora, el popular Bartolo, el que fue vendedor de diarios en la plaza Ibiza. Bartolomé Mengual García nació en La Unión (Murcia), el día 6 de enero de 1887. Se instaló en Horta el año 1917, y se casó con Salvadora Mateo Castejón en la iglesia de Santa Mónica de Barcelona.

No le costó nada en integrarse en el calor familiar del barrio, donde formó casa y subió cinco hijos, tres chicos y dos chicas. Tubo un quiosco de diarios en el paseo Maragall esquina con Peris Mencheta, pero un autobús de la empresa Roca, en una falsa maniobra, lo embistió y lo destrozó totalmente. Por suerte en aquel momento Bartolo no estaba.

Solía subir a los tranvías y autobuses de línea con un fajo de diarios bajo el brazo, diarios que ofrecía a los pasajeros con su peculiar gracia y simpatía. Pero la nota curiosa y meritoria era que saltaba de los coches en sentido contrario al de la marcha del vehículo con una singular habilidad, y, pese a su acentuada cojera, siempre quedaba de pie.

Era confiado y creía en la buena fe de la gente, puesto que acostumbraba a dejar los diarios encima de una silla afuera, en la plaza, cerca del Bar Quimet, al tuntún, y cuando volvía no encontraba ningún ejemplar pero sí el importe total, que no fallaba nunca. Su lectura preferida era la Biblia, y eran muchas las veces que se quedaba profundamente adormecido sentado en la silla de los diarios.

Vegetariano de clase, difamaba los grandes ágapes. Amigo de todo el mundo, tenía un temperamento excepcionalmente alegre y divertido y pregonaba su mercancía a grandes gritos, escarneciendo los más destacados titulares:
- ¡Gandulas, levantaos! ¡A Corea! ¡El embustero!
Y otros vilipendios que, finalmente, suscitaron la atención de las autoridades, que le prohibieron su célebre pregón.

Estaba contento de Horta, y Horta estaba de él. Bartolo murió el 30 de noviembre de 1965, con la edad de 78 años, y fue enterrado en el Cementerio Nuevo de Can Tunis. Bartolo, el de los diarios es aún, para la gente mayor de Horta, simpáticamente recordado.

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